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No
me gustan los zapatos.
Nunca me había comprado unos zapatos. Desde mi
adolescencia he sido una incondicional de las botas y botines; y en verano,
sandalias. Todo cerrado en invierno. Todo abierto en verano. A medias, nunca.
He gastado zapatillas de baloncesto,
Converse de cuello alto, botas trenzadas con plataforma, mosqueteras planas y
mosqueteras de cuña, botines de cordones y de botones, botas victorianas,
alpargatas, cuñas de esparto y cinta, sandalias de cuero, sandalias bordadas,
sandalias con lentejuela oriental, romanas y hasta zuecos… pero en todos estos
años, unos treinta; no me había comprado unos zapatos y menos de tacón. Aunque
para ser más exacta debería decir que son de cuña muy alta.
Cierto que en 2005 compré unos…. Eran de
color gris perla, bordados con hilos de cobre, flores hasta en el talón, y
cintas para el tobillo. Me parecieron los zapatos de Cenicienta. Jamás los he
estrenado ya que perderían su delicadeza de satén, así que los guardo en su
cajita esperando ser colocados en una vitrina con mis trofeos de cuento. Por
tanto, para ser justos digamos que nunca me he comprado unos zapatos que
quisiera ponerme.
De mi infancia recuerdo dos pares:
Unas bailarinas de tela, azul celeste con un borde blanco y un lacito en el verano
del 82 y, anteriormente, unos zapatos azul marino, cerrados, cuyo único adorno
era un colgante plateado de dos niños besándose. Fueron mis zapatos favoritos.
Pasaba horas mirando hacia abajo, viendo como la parejita de niños se
balanceaba al movimiento de mis pies, con su brillo de acero pulido. Una noche
soñé que perdía uno de los dos colgantes.
Al día siguiente, a media tarde, miré hacia abajo entre el pupitre y la silla
buscando el brillo conocido… y sólo había una pareja de niños. La otra jamás
volví a verla. Con un zapato cojo, sin amantes, me sentía desequilibrada.
Ese sueño premonitorio fue el único que he
tenido en mi vida. Quizás tenía ocho años.
De resto, y por lo que a otros zapatos
anónimos respecta, solo me quedan cicatrices de heridas en los dedos, ampollas
en el juego del talón, y la sensación de
una notable falta de estética derivada mayormente del corte de la pieza. No me
gustan los zapatos. Jamás me parecieron bellos ni cómodos.
Este año sí. Lo he hecho, y no sé
aún si es casualidad que haya cumplido los cuarenta.
Estaban ahí, en un cajón entre muchos,
en la segunda planta de unos almacenes chinos. Primero me enamoré de su extraño
tacón, abombado, no ya como los del siglo XIX sino como una caricatura de mis
propios gustos. Y luego ese frente inocente de piel fruncida y pretensiones de
mocasín fino.
Lo cierto es que salí muy contenta con
mi compra, casi una joya de coleccionista, pensaba, que no sabía con qué podía
combinar, ni para qué exactamente los había comprado. Creo que en principio
sólo los había comprado pensando que si no lo hacía, jamás los volvería a ver.
Al menos eso es lo que me pasó siete años antes con los de Cenicienta.
En ese momento no lo hilvané con una
reflexión que me lleva rondando la cabeza desde un año atrás.
Mi forma de vestir no ido, en ningún
momento de mi vida, acorde con mi edad, siquiera con mi círculo social, ni
siquiera desde que encontré mi grupo de pertenencia a los treinta y cinco. Con diecisiete imaginaba mi lejano futuro de
treinta vistiendo con pantalones anchos de gasa, camisas y chaquetas de la
misma consistencia mórbida, y la melena rubia, más bien
corta, que lucía por entonces.
Pero los treinta no me llegaron a los
treinta.
Cuando cumplí los treinta continuaba sintiéndome como
si tuviera veintisiete, y aunque jamás he mentido al respecto, hasta hace no
mucho seguí manteniendo que esa era la edad en que mi mente se había estancado.
Ya lo he dicho: Mi aspecto jamás ha ido a la par de mi edad según los números,
sino según los deseos concebidos por mi alma, que en un secreto pálpito, rogaba
cada noche ser transformada a una eternidad donde los años carecen de
importancia. Al menos por aquel entonces quería ser inmortal.
Naturalmente los personajes de mis
escritos no salieron de sus páginas en mi rescate.
Los años siguieron pasando.
En 2006, con treinta y cuatro, una
amiga me preguntó.
- Si tuvieses la oportunidad de ser inmortalizada en algún momento de tu vida
presente o pasado ¿Cuál elegirías?
Y yo contesté:
- Éste.
-¿Éste? ¿Ni más joven ni más vieja, ni más delgada, ni más…Éste?
Ése. Sí, ése. En el 2006 aún llevaba conmigo la resaca del 2005, el mejor año
de mi vida, y me sentía satisfecha. Había adelgazado, no tanto como una década
atrás, pero volvía a usar una talla 38; me había moldeado el pelo y comprobado
que para los jóvenes aún resultaba deseable. Le quise dar la espalda a los
años, como si eso fuera posible. No me percaté de que, lentamente, recuperaba
el peso perdido y el tiempo corría. Con treinta y siete comencé mi labor de
diseñadora para Sublime, y eso me obligó
a relacionarme de nuevo con gente mucho más joven que yo: Mis modelos. Lo más
curioso era que yo no sentía la diferencia de edad: Las trataba como iguales.
Como si ya fuera inmortal, veinte años no eran nada. Ellas acogían esa igualdad
con ternura, que si bien por las redes sociales se diluía, se acentuaba cada
vez más al reunirnos.
Ya hace tres años que Sublime está en
pie, y este cumpleaños los cuarenta me alcanzaron con su mano para no soltarme.
Entonces me percaté de que mis esfuerzos
por mantener la lozanía reencontrada en el 2005, ese breve paréntesis de
juventud recuperada, habían estado fracasando año tras año, llevándome no
solamente hacia adelante en el tiempo, sino hacia la ruina de una talla 44 que
jamás había tenido y en la que me sentía embutida como en un traje de caucho. No podía seguir rehuyendo la vida, ni la
edad, ni las circunstancias.
Siendo sincera, escrutando mi imagen en el espejo: los
tutús de encaje, que empecé a coleccionar demasiado tarde, ya no me quedaban
bien. Y con ellos los sujetadores con relleno y aros –lo que cabía en ellos
había crecido demasiado-, las camisas escotadas, las gargantillas que me ceñían,
más que adornarme, las medias de niña por encima de la rodilla y los chalecos “mini”
artísticamente decorados.
Mientras me apuntaba a un plan de
adelgazamiento y gimnasio de urgencia forcé a mi mente a adaptarse a la
situación. Me embutí en largos y
estilizados hábitos monacales, a más cerrados, mejor. Sobrios y lisos, grises y
negros, guardé las gargantillas para un futuro cercano, si es que no pierdo la tersura
del cuello, y los talles princesa con
manguita de farol pasaron de primera plana al fondo del armario.
Mi chasis, junto con mi cabeza necesitaba una revisión.
La antigua imagen que tenía de mí, ninguna de todas las antiguas imágenes,
servía ya de adorno a mi figura real. ¿Qué otro estilo podía adoptar? A mi
mente no dejaban de acudir las frases, consejo sabio de una de mis modelos que
encontraba el error de mi vestuario en la cantidad de cortes horizontales que
la sucesión de camisas, y chalecos, y tutús, y medias, y botas, trazaban en mi
anatomía.
“Puedes seguir usando los Tutús -decía
ella- pero de otra manera, con prendas largas, de una pieza”.
Generalmente soy yo la que aconsejo.
Soy yo la que asesora la imagen de otras personas. Realmente me sentía perpleja
ante el vacío y el “non plus ultra” que veía en la mía. Sin futuro, sin ideas.
Me dio un poco de vergüenza que ella tuviera razón, pero la tenía y sé que la
tenía porque esa frase se quedó rebotando en mi cabeza desde Marzo, y hoy aún
lo hace.
Por otra parte, cambiar de aspecto y asumir la edad
que tengo, ¿No conduciría a que la gente joven con la que debo sí o sí
relacionarme, - cosa que hago encantada, que conste y por escrito-, me miren
con más respeto y seriedad? De hecho, para aquellos apenas una década menor que
yo, mi atractivo femenino se reduce a los términos “MQMF”. Literalmente es un acrónimo juvenil que
significa: “madre que me follaría”.El día que me pusieron semejante apelativo fue la
noche de mi cumpleaños.
El día que
me pusieron semejante apelativo fue la noche de mi cumpleaños.
Lo celebré exclusiva y privadamente con
veinte de mis modelos habituales, y de fondo, en la pantalla del portátil desde
el que sonaba la música, colgaron una foto de
la actriz Michelle Fairley en la serie “Juego de tronos”. Michelle Fairley es una mujer hermosa en
otras películas, pero en esa, en la que tiene cuarenta y seis años pero en la
que le hubiera atribuido sesenta... no me lo pareció. Me pareció de rasgos
duros y avejentados. En ninguna otra de sus producciones hallé el parecido que
ellos afirman encontrarnos, pero la calificación, por afectuosa que fuese,
delataba algo: La única que mantenía una idea ficticia de juventud a la que
continuaba aferrándose… era yo. Para la
gente que tiene menos de treinta y cinco, soy una figura materna.
Sería obvio para cualquiera que no se
resistiese a madurar como yo lo hacía, ofendiéndome ante el trato de “señora”
que me dispensan los dependientes más jóvenes desde que cumpliese los
veintisiete. Preguntándome si el susodicho tenía los ojos en la nuca como para
no darse cuenta de que jamás aparenté mi edad real y que a todas luces parecía
una muchacha o, cuanto menos, una vividora del placer y no una madre. Pero creo,
que ninguno de ellos llegaba fijarse lo suficiente como para cuestionarse tal
cosa.
Así que, ciertamente, se impone cambiar. Porque ni la
dieta, ni el gimnasio, ni el pelo rojo, ni todas las cremas regeneradoras, los
antioxidantes, las nueve horas de sueño, el sol evitado en las esquinas, el
aire de alta montaña que retrasa el envejecimiento, ni mi espíritu aventurero,
pasional y aún arriesgado; ni siquiera la cirugía estética… me pondrán otra vez
en el candelero de los veinte. Ni aunque fuera la mismísima Michelle Pfeipfer
en lugar de Michelle Fairley sería considerada tan sexy como Megan Fox, porque
es una cuestión de carnet genético y no de apariencias.
Como Tina Turner en una fiesta de adolescentes.
Descubrí que me sentía absurda con toda aquella parafernalia, una noche
en que salí con la “top” de mi firma y unos amigos y, como era costumbre, nos
sumergimos en las profundidades del Dark Hole. Quedaban, como yo, algunos
oscurillos ochenteros, pero la mayor parte de ellos tenían ese aspecto
demacrado y endurecido, maltratado por la vida, de quien la ha gastado
demasiado pronto. El resto, escasamente decorado, con camisetas, vaqueros negros
y cinturones de tachuelas, se conformaban con un aspecto sobrio y más bien
cotidiano. Yo era de las pocas que vestía corsé, camisa con escote abierto,
medias a mitad del muslo, e iba excesivamente maquillada. El resultado era como
si una Tina Turner, ni famosa, ni con
glamour, se hubiese colado en una fiesta de adolescentes.
Afortunadamente unos meses más tarde
encontré la solución: cambiar de ambiente.
Aires renovados: El Pub Ithilien.
La solución, el ambiente nuevo que no sabía que buscaba, vino a mí.
Está a unos cincuenta km de Madrid, en la localidad de Chapinería, y se llama Ithillien.
Se trataba de un pub de vocación steam-punk,
con vitrinas donde Sherlock Holmes convive con exploradores del siglo XIX y
donde sus dueños derrochan imaginación para crear eventos que atraigan fuera de
las murallas invisibles de la “city” a cuantos afines puedan encontrarse. No
sólo esta pareja se ha convertido en una buena alianza y amistad que visitar
con frecuencia, sino que bajo su amparo se congrega público entre los
veintitantos y los cincuenta con intereses similares a los nuestros. Las
conversaciones, maduradas por la experiencia de los años, y no afianzadas desde
la audacia que nos impulsa en la juventud, pueden transcurrir en un ambiente
pausado, entre caipiriñas enigmáticas y gin-tonics de frutas variadas, hasta el
linde del amanecer o más allá.
Hallé,
entre mis coetáneos, algo muy diferente a la reacción de los veinteañeros, que con un cuarto de siglo tienen suficientes alas
para volar y ver el mundo desde arriba, pero que aún no han tenido tiempo de
bajar al suelo y comprobar si es como parece. Es más, ni siquiera se han
llevado las pedradas necesarias para saber que del cielo también se cae.
Una falda y un espejo.
¿Y qué tiene todo esto que ver con los zapatos de cuña
redonda que no sé dónde ubicar? Pues tiene que ver con una falda y un espejo. Y
es que mis tutús no me sentarán como antaño, pero con una falta de vuelo en
varias capas, rozando mis rodilas justo por encima, me queda tan bien como mis
antiguos tutús, Mis piernas siguen siendo esbeltas, y sobre unos zapatos con
estilo, lucen unos gemelos bien formados. ¿Será mi futuro cambiar los tules
rígidos a medio muslo por las faldas con movimientos de seda, y las camisas
ajustadas con escote profundo, por las más discretas bajo una chaqueta larga,
entallada?
¿Y qué
importancia tiene todo esto?
Tiene la importancia de sentir que he
estado perdida durante mucho, mucho tiempo entre adornos excesivos, largos
inadecuados, volúmenes complicados y formas que ya no me pertenecían, incapaz
de asumir que sí, SOY UNA SEÑORA, por más que esa palabra aún me rechine y que
señora no tiene que ser un título denigrante con el que se apoda a una anciana,
sino a una mujer ya hecha, nada inexperta, que ha cogido las riendas de su vida
y la ha impulsado hacia adelante sorteando las tempestades que antes barrían su
barquito.
Señora es una Dama, no una
doncella, y doncella es no solamente una virgen, sino también una criada; pero
nunca una Dama. Tiene la importancia de que una mujer madura que sabe llevar
sus años con elegancia y dignidad tiene más atractivo –incluso para los
jóvenes- que una niña envejecida que responde a patrones de conducta más
cercanos a la infancia que a la madurez, y que se viste como si los años no
dejaran huellas en su rostro cuando la verdad es que comienzan a dejar surcos
lo bastante profundos como para sembrar unas patatas.
La edad cambia los ojos con que nos miran.
En resumen, la edad nos cambia, y cambia
los ojos con que nos miran. Cambia la mirada y la intención, cambia al
individuo que nos observa y en qué rol nos coloca. Y tarde o temprano surgirá
la crítica si hemos ido demasiado lejos sin integrarnos en el lugar que nos
corresponde. En las mujeres, no consideradas deseables en la madurez hasta hace
poco, este cambio se sucede de un modo vertiginosamente rápido. (Nunca olvidaré
cuando una amiga que era madre con 30 años me encargó una camiseta con la
leyenda “las mamás también son sexis”) Y una mujer de cierta edad puede
conseguir más fácilmente ser admirada desde el balcón de su veteranía, que
desde un eterno proyecto de madurez que no se alcanza.
Así que… aquí estoy, y me busco a mí
misma. A mí con cuarenta años y de ahí en adelante. Nunca hacia atrás. A mí en
camisas, faldas, zapatos, medias y chaquetas que deberán suplir los abandonos de ropa que estaba esperando volver
a lucir cuando terminase mi descenso por la balanza, pero que, debo asumirlo,
jamás volveré a ponerme. A mí encontrando qué hacer con todo ese pasado y
preguntándome si el cambio exterior propiciará algún tipo de cambio interior o
si tendré que seguir aguantando a la niña que fui. Y en pie de guerra con todo
esto, he querido compartir esta tardía transformación de oruga a mariposa por
si acaso, alguien, llega al final de este cuento real y descubre… que durante
demasiado tiempo ha sentido que el tiempo pasaba por un cuerpo que no era el
suyo, cuando lo que no era suyo verdaderamente era la edad con que se
identificaba.
Muriel Dal Bo